Arturo Ambrogi



BIOGRAFIA DE arturo ambrogi







 Arturo Ambrogi nació en San Salvador, hijo de un inmigrante italiano, es el mejor cronista en la historia de la literatura salvadoreña, quizá también el más riguroso estilista. Fué Director de la Biblioteca Nacional, periodista prolífico y censor. Su pluma se forjó en las redacciones de prestigiosos diarios como La Ley de Santiago de Chile y El Nacional de Buenos Aires. Fué amigo de Rubén Darío, de Leopoldo Lugones, de Enrique Gómez Carrillo; por eso se le ha clasificado cómo Modernista. Pero también compartió aventuras con José Ingenieros y conoció a Paul Groussac (maestro de Darío y de Jorge Luis Borges).
        Viajó por Europa, cruzó el Canal de Suez y escribió sus impresiones sobre Japón y China. No es aventurado decir, pues, que Ambrogi fue el primer escritor cosmopolita de El Salvador -y probablemente el más informado de su tiempo. La crítica literaria ha destacado la precisión de Ambrogi para el detalle, su capacidad descriptiva, la elegancia y propiedad de su prosa, pero no ha insistido suficentemente en su virtuosismo como retratista de personalidades, ni en su estilo irónico que a veces llega al sarcasmo (llama a Darío "Sumo Pontífice de la pose" y dice que Francisco Gavidia -en la caricatura de Toño Salazar- aparece "engrifado como chancho de monte").
        Algunas crónicas de Ambrogi podrían ser descritas con una frase que él mismo aplicó al francés Octave Mirabeau: "Esa pluma que suele ser un estilete envenenado". Sus evocaciones de la vida en el San Salvador finisecular, de los ambientes intelectuales de Santiago y Buenos Aires, de las figuras cumbres de la literatura europea de su época, están escritas con un lenguaje fresco, mezcla de la nitidez en el trazo y de la acotación puntual. La sugerencia y la seducción son virtudes de esta prosa.
        Como escritor de cuentos, Ambrogi se ubica en la corriente denominada Costumbrista. Su Libro del Trópico y El Jetón contienen instantáneas de la campiña salvadoreña, de sus hombres y sus paisajes: son el precedente indispensable de la corriente que culmina con Salarrué. 
       Publicó las siguientes obras: Bibelots (1893), Cuentos y Fantasías (1895), Manchas, Máscaras y Sensaciones (1901), Sensaciones Crepusculares(1904), El Libro del Trópico (1907), Marginales de la Vida (1912), El Tiempo Que Pasa (1913), Sensaciones del Japón y de la China (1915), El Segundo Libro del Trópico (1916), Crónicas Marchitas (1916), El Jetón (1936) y Muestrario (1955).


PAISAJE DEL CAMINO

Cae perpendicularmente el sol, encendiendo ofuscantes reflejos en el polvo calizo de la carretera. Es la hora del mediodía, la hora propicia en que los garrobos toman el sol en la cúspide pelada de los árboles, y en que las culebras se enroscan, amodorradas, entre las requemadas macollas. La naturaleza toda parece aletargada, sumida en un sopor de plomo, en el que apenas repercute estridente, el agrio chirriar de las chicharras y los chiquirines. A ambos lados del camino se enristan, hasta perderse de vista, las cercas de piña, cuyo verde de esmalte, deslustra espesa capa de polvo. Las enredaderas, interpoladas entre las pencas espinosas, se han marchitado; y el entreveramiento de sus bejucos tostados, figura enjambre de víboras en celo. La hora es ardiente. Los pájaros enmudecen, dormitando la siesta. Sólo unos cuantos pijuyos resisten la temperatura, saltando con torpezas de tullidos por entre los varejones de las escobillas, armando una batahola de mil diablos. Para los pijuyos la hora del mediodía, es hora de delicias, y en medio al fuego canicular, ellos están como en su elemento, felices y satisfechos. En la soledad de un potrero, unos cuantos bueyes, echados a la sombra enrarecida de unos guachipilines, rumian despaciosos, lentos, entrecerradas las pupilas, la última brizna de hierba ramoneada. Los moscardones la asedian tenazmente, entre zumbidos que repercuten en vibraciones de bronce; pero ellos parecen no darse cuenta, sumidos por completo en la beatitud del momento. El cono de paja de un rancho, resplandece como una colmena de oro. Al abrigo del comedor, sobre el suelo apisoneado, unos perros héticos dormitan, mientras unas gallinas les picotean entre las costillas, persiguiéndoles las pulgas. En el poyo, el rescoldo humea. La mano descansa en la piedra de moler acabada de lavar. Unos cuantos pollos desplumados revuelven en un rincón un destripado matate de tusas. El rancho duerme, rodeado de las inmóviles matas de plátano, bajo la lluvia de flores rosadas que botan los caraos.
       En el promedio de la carretera, entre los troncones macheteados de unos quijinicüiles, y al abrigo de sus tupidos follajes, están, desunidas, hasta ocho carretas, cuyo cargamento cubren cueros de res sujetos por redes de lazos. Los bueyes desenyugados, apersogados a los troncos de los árboles, mascan el huate, desparramados. Las doradas hojas, los tostados tallos, crujen entre los dientes que los trituran. Bajo la cama de las carretas , sobre el caldeado colchón de polvo, con la charra embrocada a la cara, los carretones duermen a pierna suelta. Por entre la abierta sesgadura de la camiseta grasienta, el velludo pecho asoma, que ronca como fuelle en acción. Los moscardones zumban, y la monotomía de sus monocordios, arrulla el descanso de los rudos trabajadores. Por el tupido follaje de los quijinicuiles, cuelan encajes de sol, que se calcan sobre el piso, poniendo en la uniformidad gris de la capa de polvo la alegría de frágiles bordados de oro, como en una frazada de gigante.
        De pronto, una nube de polvo se levanta a lo lejos, al término del camino. Primeramente aparece fija, como si fuese la humareda de una quema; luego por momentos, se agranda, al acercarse, ascendiendo en espeso manchón que se dilata ensuciando la límpidez reverberante del cielo en el que el azul es de cobalto. Entre la cloumna de polvo, suena el pisotear de una recua de mulas cargadas, que llega, que pasa, que se aleja, estimulada por los propios pujidos, y por el restallar de los aciales. Y conforme la estruendosa recua se aleja, la espesa nube de polvo se aclara poco a poco, descubriendo trozos de paisaje, hasta que la última partícula se asienta, y todo, uniformemente, brilla como antes, bajo el sol ardiente e ímpetuoso.


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